"La caída del imperio romano" una de las mejores películas sobre Roma antigua. Fue filmada en España y estrenada en 1964. Hoy 17 de marzo de 180 fallece Marco Aurelio

Los protagonistas principales son el emperador Marco Aurelio y su hijo el también emperador Comodo. Marco Aurelio nació el 26 de abril de 121 y murió el 17 de marzo de 180.

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La caída del imperio romano: ¿una superproducción intimista?

Publicado el 16 de febrero de 2014 por Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Antes de que la eclosión del video doméstico acabara con la entrañable tradición de los reestrenos, todavía tuve tiempo de ver en el cine La caída del imperio romano, uno de los clásicos ejemplos de la producción histórico-mastodóntica de Hollywood. (Que un grupo de chavales consideráramos natural ir a ver una película que ya tenía un par de décadas de edad —aunque luego nos aburriéramos un montón— da buena idea de cómo ha cambiado el concepto que tienen hoy los adolescentes del cine: su fecha de caducidad, más o menos, se encuentra como a cinco años atrás con respecto al momento que viven.)

La caída del imperio romano es el último ejemplo de la fiebre por la antigüedad clásica que se desató a comienzos de los 50 —su gran impulsora fue Quo Vadis? (1951, Mervy LeRoy)—, en un momento de especial convulsión para la industria (la aparición de la televisión cambió el concepto de entretenimiento familiar) que aquélla intentó contrarrestar aumentando la espectacularidad de lo que podía verse en pantalla (por ejemplo, con la aparición del formato súper-ancho o los efectos en tres dimensiones, efímeros en ese momento).

Estas películas nunca tuvieron buena prensa entre la crítica (que les endosó la peyorativa etiqueta de kolossals), y el tiempo parece empeñado en enterrarlas aún más. La película que hoy me ocupa fue en su momento un fracaso comercial, y sin embargo al revisarla casi treinta años después de verla por primera vez, me he encontrado con la monumental sorpresa de hallarme ante un film de lo más interesante, a ratos incluso apasionante (también irregular), pero, sobre todo, intrigante, pues, en el balance final (y puede que eso provocara en su día su fracaso en taquilla) me he encontrado con una historia que tiene más de intimista que de espectacularista.

Se piense lo que se piense sobre el Hollywood clásico, sus productores, en aquel entonces, todavía pensaban que para ganar dinero había que dar calidad al público y para ello la única forma era no tratarlos como tontos y garantizar unos mínimos de exigencia. Digo esto porque no hay sino que comparar esta película con la mucho más reciente y conocida Gladiator (2000, Ridley Scott), que en el fondo no es sino un remake del film de 1964, solo que aumentando de modo exponencial las tonterías anti-históricas que aquél también contiene, al servicio de peores actores (Joaquin Phoenix convierte al «loco» emperador Cómodo en un emperador «colgado») y con un tratamiento de personajes que los convierte en monigotes y no en seres humanos.

Otra de las famosas películas de Bronston La caída del imperio romano, en su día, supuso el certificado de defunción del proyecto de un hombre, el productor Samuel Bronston, de fundar otro imperio, éste cinematográfico, con sede en nuestro país, España.

En la primera mitad de los años 60, Bronston creó una infraestructura que incluyó la construcción de grandes decorados en los alrededores de Madrid, al servicio de ese cine que convertía la Historia (con mayúscula) en gran espectáculo. Entre las películas más conocidas de Bronston están El Cid (1961, Anthony Mann), Rey de reyes (1961, Nicholas Ray), 55 días en Pekín (1963, Nicholas Ray) o el título que ahora comento. Como puede verse de quienes firman estas películas, Bronston prefirió siempre contratar a directores de gran reputación: esa es, sin duda, una de las razones de su mala fama, pues los críticos que reverenciaban a Mann y a Ray siempre le reprocharon haber acelerado el final de sus respectivas carreras al chocar los intereses artísticos de aquellos con sus injerencias «mercantilistas».

Vayamos por partes. En su momento, las cosas como son, me decepcionó mucho que el título de la película me engañara, o sea, que no se viera «caída» de Roma por ningún lado. Confieso que a esa tierna edad ya me gustaba mucho la historia —uno estaba destinado a lo que estaba— y fui a ver la película (y así animé a mis amigos, añado) para asistir a la destrucción de Roma en el año 475 por el pueblo bárbaro de los hérulos. (Tuve que esperar casi estos 25 años para verlo: en 2007 se estrenaba La última legión, donde ¡por fin! pudimos ver cómo el emperador adolescente Rómulo Augústulo es despojado de su trono… a lo largo de una simpática y delirante trama que une el ocaso del imperio romano con el inicio de la leyenda artúrica.)

Pues no: la película sitúa la acción en el momento de la historia imperial en que Roma empieza su decadencia, y que sitúa a la altura del reinado de Cómodo (180-192), hijo del venerable emperador-filósofo Marco Aurelio, y uno de los gobernantes romanos de peor reputación de la antigüedad. Los guionistas no inventan esta cuestión, sino que la retoman de un clásico de la historiografía británica, la famosa obra de Edward Gibbon Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, publicada entre 1766 y 1788.

Gibbon elige la figura de Cómodo no sólo por su depravación moral, sino por haber iniciado una práctica funesta para Roma: la de intentar contentar a los bárbaros comprando mediante dinero su seguridad y asentándolos dentro de las fronteras del imperio.

También, el haber iniciado la venalidad de los cargos mediante el continuo reparto de dinero entre su cohorte de aduladores: después del reinado de Cómodo, el más alto puesto imperial no tardaría en caer presa de la voluntad de la temida guardia pretoriana cuya función inicial había sido la de proteger la capital. La famosa crisis del siglo III, durante la cual se sucedieron una innúmera serie de emperadores durante 50 años y el imperio casi cayó en la más absoluta anarquía, se encontraba presagiado en ese reinado.

Ahora bien, puede adivinarse también que los guionistas encontraron muy atractivo plantear ante el espectador la oposición entre dos emperadores correlativos, y tan distintos, como Marco Aurelio y Cómodo. El primero ha pasado a la historia por sus inquietudes filosóficas: sus Meditaciones siguen leyéndose como un monumento del pensamiento estoico. Marco Aurelio fue el penúltimo emperador de la llamada dinastía Antonina, que para muchos historiadores (el mismo Gibbon) representa la edad de oro del Imperio Romano, y cuya característica principal, y lo que explica precisamente esa buena reputación, es que sus gobernantes no se transmitieron el puesto de padres a hijos, sino que cada sucesor fue elegido por su predecesor, con el propósito de encontrar al mejor hombre posible. Sería Marco Aurelio quien rompiera ese principio, eligiendo a su propio hijo como sucesor y por ahí comenzó el desastre.

A lo largo de las un poco menos de tres horas que dura la película, lo que ésta relata precisamente es el momento final del reinado de Marco Aurelio, cuando ha acabado por darse cuenta de la incompetencia de Cómodo para el reinado y ha decidido dejar la sucesión en manos de otro hombre más preparado. Lo cual no podrá hacer al ser víctima de una conspiración de los partidarios de su hijo: este elemento (que ninguna fuente histórica registra) lo copiaría Gladiator, si bien hay que señalar que, en La caída, Cómodo no llegará a saber nunca lo que ha sido hecho para beneficiarle. (En Gladiator, y de modo delirante, Cómodo es quien mata personalmente a su padre, puesto que éste también ha decidido despojarle del poder prometido… ¡pero para volver a proclamar la República!)

El resto de la película se centra en su progresivamente desastroso reinado: su conversión en un tirano preocupado sólo por los placeres (entre ellos, su debilidad por los juegos de gladiadores: él mismo, y esto sí está extraído de las fuentes históricas, se considera uno de ellos), el azote de la peste que cae sobre Roma, la rebelión de las provincias orientales por causa de los tiránicos impuestos a que las ha sometido y el fantasma de la guerra civil.

Ahora bien, el libreto inventa un personaje ahistórico, el comandante en jefe de los ejércitos imperiales Cayo Metelo Livio, a quien, lisa y llanamente, podemos echar las culpas de la caída del imperio romano… pues él es el elegido por Marco Aurelio y se resiste todo el tiempo a aceptar la responsabilidad, primero cuando tiene ocasión, a la muerte del padre, y después en los diversos momentos en que quienes lo rodean, y ante el desastroso gobierno de Cómodo, le instan a que lo haga de una maldita vez.

Esta reticencia, bastante inexplicable puesto que Livio es retratado en todo momento como un romano valiente y honorable, supone una rémora dramática para la credibilidad de la película, que tiene su momento culminante cuando, hacia el final de la historia, y habiendo vuelto a Roma liderando, por fin, un ejército rebelde… ¡prefiere entrar él solito en Roma para hablar con Cómodo, el cual, claro, no tiene otra cosa que detenerlo, condenarlo a muerte y aprovechar el desconcierto de sus tropas para sobornarlas y ponerlas de su lado!

Livio aparece retratado como el verdadero hijo espiritual de Marco Aurelio, pero al mismo tiempo como el camarada de juventud de Cómodo, con quien por lo tanto mantiene una relación de amor-odio. Que Livio esté protagonizado por Stephen Boyd, claro, deja un cierto sabor a dèja vu con respecto a su papel de Mesala en Ben-Hur (1959, William Wyler). Sensación de la que son bien conscientes los responsables del film, no en vano en determinado momento se repite una secuencia de carrera de carros, esta vez por los caminos y campos de las tierras danubianas, en la cual los dos rivales hacen toda clase de maniobras para acabar el uno con el otro.

Al mismo tiempo, Livio es el enamorado de Lucila, hija de Marco Aurelio y hermana por tanto de Cómodo, a quien su padre casa con el rey de Armenia (Omar Sharif antes de convertirse en una estrella con Doctor Zhivago), de tal modo que convierte la historia de amor central en imposible. Según las fuentes históricas, la verdadera Lucila fue la clásica romana depravada en la estela de la famosa Mesalina, que conspiró contra su hermano y fue ejecutada por ello. La Lucila de la película es una princesa que parece continuamente embargada por un fuerte complejo casi existencial, obsesionada con mantener el legado de su padre y destruir a su hermano, hasta el punto de que su amor por Livio a veces parece rayar con el odio ante la abúlica inactividad de éste.

Cabe señalar que estos dos personajes, los protagonistas, son encarnados por los dos actores más flojos de la película. Boyd, fuera del papel que lo reveló, el de Mesala, nunca logró consolidar una carrera estelar, paseando su decadencia por Europa, incluso por España, yendo a morir joven, con tan sólo 45 años y olvidado por todos. Sofia Loren —que ya había trabajado para Samuel Bronston en El Cid—, en plena etapa en Hollywood, se limita a estar muy bella y a abusar de una pose de esfinge que destruye el efecto de malsana sensualidad que debía haber tenido su personaje. El gran problema de estos dos personajes/interpretaciones es que, aparte de su inconsistencia argumental, en ningún momento consiguen transmitir la sensación de la enorme, y un tanto destructiva, pasión que anida entre ellos.

Ahora bien, el resto del reparto está espléndido. Por supuesto, Alec Guinness brilla con su melancólica composición de Marco Aurelio (amén de dar estupendamente el tipo de rostro «romano»), y ni hay que decir que James Mason, con su mera presencia, se basta para dar hondura a un personaje importante en la trama pero que, las cosas como son, es más un arquetipo que un ser de carne y hueso: el filósofo pacifista Timónides.

Incluso un muy joven Christopher Plummer —era su debut en el cine, a los 35 años— está muy bien en el difícil papel del emperador paranoico Cómodo. Aunque, es evidente, en determinados momentos se notan tanto su bisoñez como la alargada sombra de Peter Ustinov, cuyo Nerón a la fuerza marca el modelo de césar enloquecido, Plummer convence, hasta el punto de que uno llega a preferir que triunfe el loco Cómodo antes que el agrio y reticente Livio.

No podía faltar la loba capitolina sobre Cómodo¿Por qué he definido en el título esta película como una superproducción intimista? Porque lo que queda en el recuerdo, antes que las escenas de masas o de batallas —que, por cierto, son bastante flojas, y eso que Anthony Mann fue un gran director de un género tan activo como el western—, es su misterioso quietismo, el gusto de los personajes por hablar antes que por actuar, la estupenda manera de buscar antes sensaciones que efectos narrativos.

La historia se divide en dos partes perfectamente delimitadas. La primera, hasta la muerte de Marco Aurelio y la proclamación de Cómodo, se desarrolla en una fortaleza solitaria en algún rincón supuestamente cercano al Danubio (en realidad, en la sierra de Guadarrama, en Madrid). Dominada por la etérea figura del emperador estoico, esa primera parte desprende una extraña cualidad abstracta, una atmósfera de poderoso fatalismo que casi hace creer que transcurre en un espacio fantástico, en la antesala del reino de los muertos. Es fundamental la importancia del clima: esa nieve melancólica que flota sobre los personajes, ese invierno que simboliza tan sencilla como estupendamente esa inminente caída del césar y de lo que representa.

Los personajes pasean por ese lugar, con la mirada perdida en quién sabe qué infinito (son los mejores momentos de Sofia Loren, pues su belleza resplandece sin necesidad de mayor expresividad), o hablan y hablan de entelequias que poco tienen que ver con las miserias humanas. De hecho, en ese lugar remoto, ¿quién puede asegurar que el Imperio Romano posea una existencia tangible y no sea sino una vaga ensoñación colectiva?

Ahora bien, y es curioso, esa primera mitad es más irregular desde el punto de vista del ritmo (claro, cada vez que Marco Aurelio sale de escena, la película pierde), mientras que su segunda mitad, sobre el papel más convencional, sin embargo posee mayor cohesión. Aunque la tentación del kitsch siempre figura como telón de fondo, lo cierto es que el retrato que se da de la Roma «depravada» convence mucho más, por ejemplo, que el de la mencionada Quo Vadis?

Es cierto que las batallas siguen siendo flojas, que el personaje de James Mason se desdibuja definitivamente —si bien da tiempo a una secuencia espléndida: la forma en que aguanta la tortura de los bárbaros, ganándose así su respeto y consiguiendo su rendición y que den una oportunidad así a Livio para convencer al Senado de la conveniencia de su asimilación dentro del imperio— y que se tiene la sensación de que no se sabe muy bien hacia dónde quiere tirar la historia.

Pero no importa, porque a esas alturas convence plenamente lo que está contando. El abstracto fatalismo inicial diríase que se ha extendido como una enfermedad mortal por los escenarios romanos, y que Roma cae no porque Cómodo prefiera pasar el tiempo entrenando con sus gladiadores o sustituyendo la estatua de Júpiter por la suya propia, sino que porque ni aun cuando hubiera sido el más sabio de los emperadores se habría conseguido evitar la decadencia. En el fondo, tampoco importa que Livio siga negándose a actuar, o que la convivencia con los bárbaros esté destinada a concluir sangrientamente. Como si estuviéramos ante una profecía agustina, Roma no puede salvarse porque está escrito en el libro de Dios (o de sus dioses).

En la parte final, el recurso, sobre el papel fácil, de mostrar a los habitantes de la ciudad celebrando una gigantesca bacanal mientras se decide su destino, termina constituyendo el adecuado marco dramático. Ese final es espléndido, primero con el estupendo duelo de «gladiadores» entre los dos antagonistas. Gladiator también lo copió, pero aquí es mucho mejor: sin necesidad del Coliseo, en medio de una palestra improvisada por los legionarios con sus escudos, aislados de la multitud, Livio y Cómodo luchan por fin a muerte. Vencedor el primero, después de liberar a Lucila de ser sacrificada en la gigantesca hoguera que se enciende en el foro para quemar a los bárbaros —la dantesca imagen del fuego es inolvidable: la humareda ciñe una premonitoria sombra oscura la ciudad—, Livio coge a su amada y sale de escena, ignorando las peticiones de los patricios romanos de que asuma el trono. Que acto seguido los soldados empiezan a subastar al mejor postor…

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: La caída del imperio romano / The Fall of the Roman Empire. Año: 1964.

Dirección: Anthony Mann. Guión: Ben Barzman, Basilio Franchina y Philip Yordan. Fotografía: Robert Krasker. Música: Dimitri Tiomkin. Reparto: Sofia Loren (Lucila), Stephen Boyd (Livio), Alec Guinness (Marco Aurelio), Christopher Plummer (Cómodo), James Mason (Timónides). Dur.: 178 min.

La película fue filmada en España, en los siguientes lugares:

Provincia de Valencia
Valencia.
Sagunto.

Provincia de Madrid.
Madrid.
Las Matas (Las Rozas de Madrid).
La propiedad del Marqués de Villabrágima en Las Matas.
Manzanares el Real.
Sierra de Guadarrama.
Embalse de Santillana.

Provincia de Segovia.
Segovia.

¡¡¡¡¡Absoluta recomendación de la película¡¡¡¡¡

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