“He recorrido, una vez más, la partitura de la ‘Novena’ de Mahler: el primer movimiento es lo más extraordinario que Mahler ha hecho. Veo en él la expresión de un amor excepcional por esta tierra, el deseo de vivir en paz, de gozar plenamente de los recursos de la naturaleza antes de ser sorprendido por la muerte. Y ésta se aproxima irremisiblemente. Todo el movimiento está impregnado de signos premonitorios de la muerte. Es algo omnipresente, punto culminante de todo sueño terrenal… Sobre todo en ese pasaje terrorífico donde el presentimiento se convierte en certeza: en plena alegría de vivir, casi dolorosa por otra parte, la muerte en personas se anuncia mit hochster Gewalt (todas las fuerzas desplegadas)” (Alban Berg a su futura esposa).
La “Novena Sinfonía” es la más original e intensamente sensible de Mahler. La música discurre en un clima espiritual cercano a los adagios de Bruckner. Lentitud sin sobresaltos y tristeza melancólica sin esperanza definen la partitura. Ya no hay tensión, ya no hay lucha. Todo ha terminado.
En el andante final, que muchos consideran el mejor movimiento escrito por Mahler, está “la obra música”. Es una explosión personal donde el himno se desgarra. Es una autoconfesión elevada a universalidad.
Esta sinfonía, que vuelve al esquema clásico de cuatro tiempos, es la última en muchos sentidos. Es la última completada por Mahler. Es la última que se inscribe en la significación clásica-romántica vienesa de la palabra. Es la última porque es la “Novena”, el número mágico. Al igual que Beethoven, Schubert, Bruckner y Dvorak, Mahler no pudo terminar la “Decima”.