“Quiero destruir el existente orden de las cosas, un orden que divide a la humanidad en pueblos rivales, en poderosos y débiles, en hombres con derechos y hombres sin derechos, en ricos y pobres. Quiero destruir el orden de las cosas que convierte a millones en esclavos de unos pocos y a estos pocos en esclavos de su propio poder, de su propia riqueza. Quiero destruir el orden de las cosas que separa el disfrute del trabajo, que convierte el trabajo en carga, el goce en vicio, que convierte a un hombre en miserable, bien por exceso o por defecto…
Que sea destruido todo lo que os oprime y hace sufrir y que de las ruinas de este mundo viejo surja uno nuevo, lleno de felicidad nunca imaginada. Que no haya entre vosotros, en lo sucesivo, ni odio, ni envidia, ni animosidad ni enemistad; como hermanos os debéis reconocer todos los que aquí vivís… A partir de ahora sólo habrá dos pueblos; uno que me sigue, otro que está contra mí. A uno lo llevo a la felicidad, sobre el otro paso destruyéndolo todo, pues yo soy la Revolución, soy la vida eternamente creadora, soy el único Dios, al que todos los seres reconocen, que abarca, anima y hace feliz a todo cuanto es… Todos escuchan en nudo arrobamiento…
La Revolución se acerca cada vez más… Los corazones se elevan en divino entusiasmo sobre la tierra; ya no son los pobres, los hambrientos, los abatidos por la miseria. Al grito de ¡Yo soy un ser humano! Que conmueve al cielo, se precipitan los millones de seres, la Revolución viviente, el hombre devenido Dios, sobre valles y llanuras, y anuncian a todo el mundo el nuevo evangelio de la felicidad”. (Richard Wagner. “La Revolución”. 1949)
